9 may 2015

Egoísta de mierda

Odio esto. Me cuesta expresar con palabras lo que Ginóbili significa para mí. Sin que él lo sepa, el tipo influenció mi vida de mil maneras. En un universo paralelo en el que Manu nunca existió, imagino que mi deseo seguiría siendo el de ser periodista deportivo, pero haber tenido el privilegio de verlo me hace sentir mucho más conforme con mi decisión.

El recuerdo, por más borroso que sea, está. Me recuerdo hace diez años, mintiéndole a mi papá: le prometí que me iba a ir a dormir temprano, pero en vez me quedé viendo las Finales de la NBA. Jugaba San Antonio Spurs contra Detroit Pistons y era uno de los primeros partidos de la serie. 

Todavía me acuerdo de las charlas que tuve en mi escuela primaria durante los días siguientes. Las palabras van y vienen, pero evidentemente algo me había atrapado. Mi rutina mentirosa no cambio y de alguna manera logré que mi papá lo acepte (raro en él). Vimos los tres partidos finales juntos, festejando y gritando cada tanto de los Spurs, que ganaron el campeonato en el séptimo y decisivo juego.

Si bien mi obsesión con la NBA tardó en llegar -la temporada 2009/10 fue la primera que seguí de cerca-, mi conexión con Ginóbili se forjó durante esas noches de junio, en 2005.

Escribo algo y borro. Trato de cambiarle alguna palabra que no me gustó. Reescribo todo. Vuelvo a dejar la hoja en blanco. No estoy obsesionado con Manu, no es eso. Pero tampoco es un deportista más. Quiero que se entienda perfecto lo que quiero decir, aunque sé que no va a pasar. Quizá le pase lo mismo a otros periodistas. A mí, por lo menos, me cuesta horrores hablar/escribir sobre un ídolo.

Porque, a fin de cuentas, eso es lo que representa Manu para mí. No sólo por su talento dentro de la cancha, que ya de por sí podría ser suficiente. Lo que lo convierte en una figura de admiración para mí es el ejemplo que año tras año dio (y da) como persona. 

Todo este texto se resume en tres palabras: soy un egoísta. No tengo problema en admitirlo. Cuando se trata de Emanuel David Ginóbili, no me importa nada más que verlo jugar. 13 temporadas en la máxima liga de básquet del mundo. 4 anillos de campeón (en uno de ellos, justamente el de 2005, debería haber sido Finals MVP). 2 veces al Juego de las Estrellas. Sexto Hombre del Año (en 2008). 2 veces nombrado al Mejor Tercer Equipo NBA. 28.627 minutos (incluyendo Playoffs, como a él le gusta).

En serio, ¿Cuan egoísta tengo que ser para seguir pidiéndole más?

¿Cuántas volcadas como ésta, que me hizo saltar abruptamente de mi sillón y empezar a gritar como un demente, le pueden quedar?



¿Cuántos triples en el momento más caliente, abajo por dos en el sexto juego de las Finales de Conferencia contra un rival que parecía invencible para los Spurs, puede tener en su arsenal?


¿Cuántos tiros sobre la chicharra, en una noche de diciembre de 2010 que todavía recuerdo como si fuese ayer porque levanté a toda la cuadra con mi grito, puede seguir ocultando en esa zurda mágica?





¿Cuántos tiros imposibles, de esos que mete en el momento justo después de jugar mal durante casi todo el partido, puede seguir metiendo?



La lógica dice que pocos. Sin embargo, acá está la clave: no me importa. No necesito de todas estas jugadas de película para disfrutar de Ginóbili. Sólo lo necesito a él, driblando la pelota, llamando a un pivot para que éste le ponga una cortina y dejando que el fenómeno con la 20 en la espalda decida que hacer. Lo necesito a él, ejecutando el Pick&Roll, poniendo un pase de pique al piso entre las piernas de un rival. Me necesito a mí mismo mirándolo, sabiendo que me alcanza con que esté en la cancha pero a la vez esperando que haga esa jugada especial, que me deje llorando una vez más.

Y sí, si te lo dije antes: soy un egoísta. Un egoísta de mierda

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